Hace ya algunos años escribí un libro titulado Madre, el último tabú.
Como educadora perinatal y activista contra la violencia obstétrica, desde Reino Unido pero especialmente en países de habla hispana, me encontraba una y otra vez con la poca atención que recibían las madres que sufrían abusos en los paritorios, y no entendía que la misoginia que censuraba a las madres lactantes en redes y las echaba de establecimientos no se encontrara con todas las asociaciones feministas de frente. Comprendí que por trayectoria histórica inevitablemente la maternidad en el feminismo era una especie de trauma colectivo y con razón.
Cuando desde el movimiento internacional que fundé contra la violencia obstétrica, La Revolución de las Rosas, decidí utilizar el día 25 de Noviembre como fecha anual para esta reivindicación para enmarcarlo dentro de las violencias machistas también encontré oposición, y ahora me hace gracia pero me alegra cuando alguien me viene a explicar que el 25N es también el día de la violencia obstétrica. Por estas cuestiones y la mofa que varias de nosotras sufrimos por parte de feministas de renombre al reclamar nuestros derechos cuando decidíamos ser madres, escribí ese libro que como digo se llamaba Madre, el último tabú.
Llevo ya varios años un poco más alejada de cuestiones de partos y más vinculada a la liberación de las mujeres en general y siendo voluntaria a nivel internacional por la causa feminista. Y no sólo he reconciliado posturas con aquellas feministas sino que las he apoyado, defendido y promovido.
Y por experiencias recientes y al ver como han cambiado ciertas actitudes, y tal y como mencionaba Julie Bindel recientemente en un artículo, yo también tengo que dar “gracias” al transactivismo porque siento que nos ha llevado a las feministas a poder retomar la lucha por nuestros derechos sobre nuestro cuerpo, un tanto aparcados desde que lo hicieran nuestras compañeras de la segunda ola incluyendo de nuevo en la agenda cuestiones de partos y maternidad.
Este año en FiLiA tuve la oportunidad de hablar sobre la violencia obstétrica desde la perspectiva de la constante apropiación de nuestros cuerpos y la aniquilación o reapropiación de los procesos exclusivos de las mujeres. Pero desde que he llegado de la conferencia mis reflexiones por un conjunto de hechos en redes me han llevado a constatar que el último tabú tal y como expuse en mi última charla es en realidad el que las mujeres seamos propias y dejemos de sentir la obligación de complacer a los hombres.
El famoso cuarto propio, sigue con la puerta abierta, nos han instruido de tal manera, que cerrarla a nivel político o personal se nos hace imposible.
La preprogramación que nos susurra “egoísta” cuando hacemos algo para nosotras mismas es la misma que nos impide crear nuestros espacios exclusivos por sentirnos misándricas. Con el mito de la libre elección muchas de nosotras nos hemos justificado diciendo que nos vestimos o maquillamos para nosotras mismas. A nivel político me encuentro una nueva capa de ceguera de quienes creen que incluimos a los hombres desde una capacidad especial feminista para poder hacerlo. O desde una utopía de colaboración. O si vamos más allá las neoliberales nos exigen que el movimiento se ocupe de todas las causas porque nuestro movimiento tiene que ser de naturaleza inclusiva, esto que a nivel político disfrazan de revolucionario a nivel personal es el multitarea de toda la vida y la mujer cuidadora y comprensiva cargada con todo y lo suyo lo último.
La cuestión, como grité en mis redes el otro día es que si no podemos tener espacios políticos exclusivamente de mujeres ¿cómo vamos a pelear por los espacios físicos?
Seguimos asumiendo la tarea de incluirlos, de pelearnos por incluirlos o no.
En un patriarcado cualquier espacio es ya masculino a no ser que determinemos la exclusión de los hombres. Las mujeres estamos por defecto permanentemente excluidas del mundo.
Establecer rangos entre hombres buenos y malos y ofrecer altavoces para aquellos hombres que hagan el más mínimo esfuerzo por lo que debería ser lo normal me parece un fracaso.
Tal y como dije en mi ponencia, debemos, y me incluyo por supuesto, luchar contra la imposición aprendida de tener que complacer a los hombres. De tener que ceder espacio, sea en el autobús o en un congreso.
No puede ser que seamos tan sumamente críticas con otras mujeres por sus elecciones vitales y cedamos tan fácilmente ante aquellos nacidos y criados en el privilegio sobre nuestra opresión.
Y no aplaudir, no invitar, no amplificar a un hombre en patriarcado ni siquiera se acerca a ser excluyente. Si tenemos claro que reclamar los aseos públicos, las cárceles y los probadores como espacios necesariamente exclusivos no es un acto de odio, seamos coherentes y empecemos con lo más básico.
Lo que digamos las mujeres tiene que ser importante por si mismo, la lucha es nuestra y si algo he aprendido después de trabajar en una organización feminista solo con mujeres y pasar tres días con 1.750 compañeras (muchas de ellas con diferencias políticas de años) es que para mí ya no hay otra forma de buscar nuestra liberación.
Y como he dicho muchas veces, aunque me pasara el resto de mi vida, leyendo sólo a mujeres, viendo cine de mujeres y escuchando sólo a mujeres, ni siquiera así me recuperaría de los 48 años de propaganda patriarcal a la que he sido sometida.
El último tabú es poder cerrar la puerta de cuarto propio desde dentro y la llave ya la tenemos.
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